Me quedan 2,319 sábados de vida. Mañana 2,318. Parecen muchos. Dependerá del observador. A mi padre le quedan 910 y a mi madre 597. Aquí sí hay poco espacio para el optimismo. No pienso en ello a menudo porque mi corazón duele. Vivimos ignorando la muerte porque es cómodo. Fácil.
Hice estos cálculos basados en datos del Inegi sobre la esperanza de vida. El más reciente. Mis abuelas maternas murieron pasado los 80 y 90 años, así que tal vez mi madre y padre vivan más de lo estimado. No podría asegurarlo. Me gusta pensar que sí, pero sus cuerpos cansados de tanto trabajar quizás tengan otros datos.
Mi madre trabaja en un condominio. Lleva ahí toda su vida. Se encarga de limpiar el lugar con productos químicos varios. Recuerdo el cloro y el ácido. Sabe que debe usar protección en cara y cuerpo, pero como le producen bochorno, los deja a un lado y continúa su labor a piel expuesta.
Nunca le pasó nada. Ni un accidente. Sin embargo, sus ojos vulnerables a los vapores del ácido han resentido y el color café oscuro de sus iris se ha casi borrado, reemplazado por un gris intenso. Si existen leyes estatales en Guerrero que obliguen al empleador a usar protección al manejar productos químicos, mi madre nunca las conoció. Ni directivos o gerentes se tomaron la molestia de indicarle el peligro.
Mi padre no se expone a eso, solo a desvelos de 24 horas anuales por el Año Nuevo. No hay historial cardiaco en su familia, aunque los excesos laborales lo tienen sin descanso hasta un mes completo. Aparte, le encanta la coca cola, igual que a mi madre. Ese dulce, dulce veneno que deja a México sin agua y a la población enferma.
Quizás les queden más sábados. No lo sé. Prefiero ser optimista. ¿Tengo alternativa?
Pienso en mi hermano Gabriel, que murió joven, a los 19 años, meses antes de que cumpliera 20. Me visitó un par de veces en el Estado de México. Pensé que todavía teníamos mucho tiempo. No recuerdo el mes exacto, pero aún era pandemia. Fue en 2021. Lo fui a dejar a Tasqueña. Le di un cubrebocas y lo abracé. Él me miró normal, yo quise decirle algo más, quizás un te quiero, un cuídate mucho, bro, pero nada me salió.
Lo vi a inicios de 2023. Ya estaba enfermo. Bajó de peso, pero no lo noté. Nadie lo notó. El cáncer es así. Al regresar a casa no recordé ni un solo momento junto a él. Yo estaba preocupado por la cotidianidad y el trabajo. Siempre el trabajo. Le quedaban a mi hermano 21 sábados, aunque no fue la última vez que lo vi.
Lo visité cuando su enfermedad estaba avanzada. Le quedaban dos sábados. Me despedí de él muy cordial, lo abracé y me conmoví, pero no lloré. Me dijeron que él sí lo hizo cuando me fui. Ya no volví a verlo hasta el féretro.
Cuando pienso en la muerte me doy cuenta lo poco que duramos. Cuando conocí a mi suegro Servando era yo un adolescente. Era 2006. Él murió en 2021. Solo 15 años.
No sé cuántos sábados tengo. Ojalá hubiera tenido más con Gabriel. Ya para qué pensar en ello. En lo que no fue, lo que no pasó, la irrealización por siempre.
Me quedarán 2,318 sábados, pero tal como los números pintan el escenario desolador, también lo transmutan en algo esperanzador. Aún tengo 16 mil días por delante. 16 mil oportunidades. Hagamos que valgan la pena.